domingo, 26 de agosto de 2007

Actividad: En la vida cotidiana.

El Gran Gatsby




Capítulo III.
A lo largo de las noches de verano llegaba la música desde la casa de mi vecino. Por sus jardines azules se paseaban hombres y mujeres cual chapolas, en medio de susurros, champaña y estrellas. En las tardes, cuando la marea estaba alta, yo veía a sus huéspedes zambullirse en el agua desde la torre de su plataforma flotante, o tomar el sol en la arena caliente de su playa, mientras sus dos botes de motor cortaban las aguas del estuario, arrastrando los deslizadores sobre cataratas de espuma. En los fines de semana, su Rolls Royce se convertía en ómnibus para traer y llevar grupos de la ciudad entre las nueve de la mañana y hasta mucho después de la media noche, mientras su camioneta correteaba corno un vivaz insecto amarillo al encuentro de todos los trenes. Y los lunes, ocho sirvientes, incluyendo al jardinero adicional, trabajaban el día entero con escobas y trapeadoras, martillos y tijeras de jardinería, en la reparación de los destrozos de la noche anterior.
Cada viernes llegaban, enviadas por un frutero de Nueva York, cinco cajas de naranjas y limones; y cada lunes, esas mismas naranjas y esos mismos limones salían por su puerta trasera, convertidos en una pirámide de mitades despulpadas. En la cocina había una máquina que podía extraer el jugo de doscientas naranjas en media hora si el dedo pulgar de un mayordomo apretaba un botoncito doscientas veces.
Por lo menos, una vez cada quince días un equipo de banqueteros bajaba con una lona de varios cientos de pies y suficientes luces de color para convertir el enorme jardín de Gatsby en un árbol de navidad. Sobre las mesas del bufet, guarnecidos con brillantes pasabocas, se apilaban las condimentadas carnes frías contra las ensaladas con diseños abigarrados, los cerdos de pastel y los pavos, fascinantes en su oro oscuro. En el vestíbulo principal habían instalado un bar con tina barra de cobre legítimo, bien aperado de ginebras, licores, y cordiales olvidados hace tanto, que la mayor parte de las invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir los unos de los otros.
Hacia las siete de la noche llega la orquesta, que no era un conjunto de cuatro o cinco pelagatos, sino todo un foso de oboes y trombones, saxos y violas, cornetas y pícolos, bongos y tambores. Los últimos nadadores ya han subido de la playa y se están vistiendo arriba; los autos de Nueva York están parqueados de a cinco en fondo en la explanada, y ya los vestíbulos, salones y terrazas exhiben los llamativos colores primarios; los cabellos están motilados a la extravagante moda, y los chales superan los sueños de Castilla. El bar está a plena marcha, y rondas flotantes de cocteles permean el jardín exterior, hasta que la atmósfera se llena de risas, y charlas, y de insinuaciones casuales, y de presentaciones olvidadas en el acto, y de encuentros entusiastas entre damas que nunca se acuerdan de sus respectivos nombres.
Las luces aumentan su brillo a medida que la tierra se aleja del sol, y ahora la orquesta está tocando la estridente música de coctel, y la ópera de voces se eleva un tono más alto. La risa se hace más fácil a cada minuto; se derrama con prodigalidad, se otorga a la menor palabra alegre. Los grupos varían con mayor rapidez, crecen con nuevas llegadas, se disuelven y se reagrupan como una exhalación; ya se puede ver a las chicas itinerantes, muchachas seguras de si mis mas que pican aquí y allí entre los más sólidos y estables, que se convierten por un momento agudo y feliz en el centro de un grupo, para luego, embriagadas con el triunfo, seguir deslizándose entre el mar de rostros, voces y colores diferentes, bajo la luz siempre cambiante.
De repente, una de aquellas gitanas, de trémulo ópalo, levanta un coctel que flota en el aire, se lo bebe para darse valor y moviendo sus manos como Frisco se pone a bailar sola en la plataforma. Un silencio momentáneo; el director de la orquesta cambia el ritmo para darle gusto, y estalla la conversación al correr el rumor de que ella es la actriz suplente de Gilda Gray en los Follies. La fiesta ha comenzado.
Creo que la primera noche en que fui a la casa de Gatsby yo era uno de los pocos huéspedes que si habían sido invitados. A la gente no la invitaban..., iba. Se subían a automóviles que los transportaban hasta Long Island y, sin saber ni cómo ni cuándo, terminaban ante su puerta. Una vez allí, eran presentados a Gatsby por alguien que lo conociera y después de esto se seguían comportando de acuerdo a reglas de urbanidad adecuadas a un parque de diversiones. A menudo llegaban y se marchaban sin siquiera haber visto a Gatsby; venían en pos de una fiesta con una simplicidad de corazón que era su propia boleta de entrada.
A mí sí me había invitado. Un chofer con un uniforme color azul aguamarina cruzó el césped de mi casa muy temprano aquel sábado, portando una nota sorprendente por lo formal, de parte de su patrón: el honor sería sólo suyo, decía, si yo asistía a su “fiestecita” aquella noche. Me había visto varias veces y había tenido la intención de visitarme mucho antes, pero una especial combinación de circunstancias lo había hecho imposible; firmada: Jay Gatsby, con ampulosa caligrafía.

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